lunes, 5 de diciembre de 2016

La verdadera falta de origen de Alfredo el misántropo

Alfredo el misántropo iba por la calle de ésa forma en que van los misántropos (capa oscura, ceño fruncido, bastón de madera, dientes de vampiro) cuando se encontró con una escena que le produjo una confusión en verdad tremenda, una confusión que le corroería el resto de su vida y provocaría sus muchas conversciones a tantas religiones, ideologías y antidepresivos, toda ella causada, como decíamos, por una escena que como a un torpe Lockwood moderno demostró hasta qué punto no entendía nada de la misantropía y hasta qué punto usaba el adjetivo misántropo sólo para sostener la más tenue y conformista de las identidades, como si su vida entera fuera un imbécil carnaval incapaz de afianzarse en ningún modo de otredad.
Las calles de una ciudad que no era el Londres victoriano no eran tan oscuras ni aceitadas ni lámparas de fuego, pero eran en verdad viscosas e irónicas, ojo torcido y pupila dilatada, sonrisa malvada y retorcida, carentes de estrella y de latido. Era una ciudad, en suma, como otras, y como aldeas, y como pueblos, y como manos, y como la pierna gangrenada de Louis XIV. 
Las puertas se abrían y chillaban.
Alfredo iba, por tanto, por la calle de una ciudad viscosa parecida a Louis XIV cuando se encontró con la confuescena que le cambiaría la vida, o que le serviría de excusa para dejar un estilo de vida tan hipócrita y agotador como el del falso misántropo. En verdad, en verdad os digo: Son muchas las cosas que pueden cambiar a alguien cuando alguien desea ser cambiado, y cualquier excusa valdrá, porque no es más que la fantasiosa aplicación a un hecho externo de una cierta incapacidad para seguir. En el caso de Alfredo fue lo que él interpretó como una suerte de sublimidad enferma, y que le obsesionó en todos sus pensamientos y fantasías eróticas el resto de su vida (pero porque pensaba que era necesario, que debía pervertirse, que no era aceptable pasar sin más de un estado a otro que interpretaba como contrario pero que en verdad era tan similar como las dos caras de un espejo, como el sistema y el antisistema, como el halcón y el dolor). 
Podemos de todas maneras disculpar su manía de compararse con personajes mucho más interesantes que él si nos damos cuenta de que Alfredo ha basado toda su senbilidad y todo su pensamiento en los de cada personaje de ficción sobre el que ha leído, visto, oído, tocado, olido, hasta el punto de no darse cuenta de que piensa en el músico callejero de la esquina (Starless and...bible black!) como si de un informe ente literario se tratara, indiferenciado de sus alrededores, él mismo un acorde tocando acordes, incoloro como una retorcida escultura de sal, y al mismo tiempo objeto de la envidia debida al que parece ocupar una posición fija en la espiral diaria de la Tierra (That I could think there trembled through/His happy good-night air/Some blessed Hope, whereof he knew, /And I was unaware).

martes, 17 de mayo de 2016

Santiago no es un mandala

La menos hermosa de las ciudades, la inevitable probabilidad del espacio vacío, el ambiente monolítico de la ciudad sin ghettos, la inevitable ubicuidad del turista occidental, Santiago es como un trozo de carne lleno de moho del que ya nisiquiera surgen moscas.
Mi vida diaria se ve gobernada por las leyes de la estadística. Si descontamos las horas dedicadas al sueño, existe un 48,53% de probabilidades de que esté en mi piso, anacrónicas puertas modernas en un barrio de remembranzas sessenteras, espacio accesible a los inmigrantes pero aún gobernado por una mezcla de white trash y de ésa gentrificación de la que soy síntoma. Mi calle es como un paraguas en una mesa de operaciones; viejas tabernas sin nisiquiera un cartel con el que Gutenberguizarlas, el inevitable kebab, una misteriosa tienda de suministros para laboratorios (que quizás proporcione el material necesario para que un archimago enloquecido destruya la ciudad entera, como en el cuento de Dunsany). Tiene una fealdad que la hace ligeramente entrañable; si sólo hubiera un poco de silencio, podría usarse para celebrar una misa (no tenemos, por desgracia, motivo para necesitar un muezzin; tras vivir en Barcelona no puedo evitar preguntarme, ¿cómo puede sostenerse una calle sin la vitalidad de una amplia población inmigrante? Es una cuestión complicada, pero propondría la hipótesis de que, como todas las calles de Santiago, mi calle no es una calle; es geometría excesivamente euclidiana llevada al éxtasis mediocre de la arquitectura urbana, no-hormiguero unido únicamente por la línea del mapa urbano, y cada puerta debería llevar a un espacio radicalmente distinto que, no observado aún, jamás podría averiguar cuál es; y perderse por la calle debería ser perderse por cualquier calle, entrar en Xoana Nogueira y salir en la Times Square, largos paseos por Alfredo Brañas-Bangkok, respiración entrecortada de una ciudad que a fuerza de individualizarse se ha hecho genérica).
El resto de probabilidades se extienden por el resto de la ciudad, si ésto es una ciudad. Hay un caótico conjunto de líneas que lleva de mi residencia a mi facultad; son unos 50 minutos de paseo que repito diariamente, divididos en pequeños conjuntos de 5 páginas cada uno (el total es de 35 páginas leídas en todo el trayecto, con tres conjuntos alfa que contienen siete conjuntos beta; uno de los conjuntos alfa, el primero si contamos desde mi residencia, contiene tres conjuntos beta – lo demás es restar). A veces la gente me para y me dice que es extraño ver a alguien leyendo por la calle; por cómo me miran me parece que suelen esperar que les diga algo peculiar, que les revele algún secreto o que al menos les dé alguna pista, como si me hubiera convertido en un signo de aquello que no es pero cuya existencia pasa a formar parte de la Weltanschauung (como señalaba White Noise en Don DeLillo, sobre ésas monjitas crédulas que el hitleriano protagonista desea con todas sus fuerzas creer que existen). Santiago no es un mandala, y disfruto decepcionándoles; los pies se mueven igual aunque uno no mire a su alrededor.
En Dead Dead Demon's Dededededestruction, el extraño mangaka Inio Asano (autor de la devastadora Oyasumi Punpun) se imagina el tradicional escenario de una invasión alienígena en otra de ésas ciudades que son todas las ciudades, Tokio. El giro puramente asaniano consiste en que la invasión no cambia nada; los alienígenas son torpes, fácilmente derrotables, se limitan a estar constantemente ahí y a amenazar la vida de los personajes de forma cada vez menos convincente. En una de las imágenes más sorprendentes se señala que, en un día normal, muere más gente por accidentes de tráfico que en la lucha contra los alienígenas. Los protagonistas sienten constantemente la frustración de tener que continuar con una insoportable vida cotidiana en un escenario que debería significar la ruptura de todo lo que odiamos; la misantropía de una de las protagonistas la lleva a fantasear con una dictadura infinitamente más brutal que todas las del siglo XX, una que destruiría hasta el último vestigio y recuerdo de la especie humana. El hecho de que en el centro de Santiago esté la catedral, supuesto centro religioso, haría esperar una ruptura al menos ocasional, pequeñas entradas de lo sagrado, de ése aroma de incienso que enloquece nuestras glándulas y que obliga a destruír todo lo que no sea hondura (hondura nunca presente, por supuesto). Las fantasías de descotidianización son habituales; la catedral, de por sí hermosa, es afeada por todo lo que la rodea, desde la gente hasta la luz del sol – la catedral debería existir en un oscuro vórtice atemporal, un espacio de viento y hojas, chillidos de cuervos y agujeros en el cielo, ésas sanguijuelas de las que Kyoka fantaseaba que un día ocuparían el mundo entero. La catedral debería abrir un agujero por el que entraría una especie de pájaro que nunca podríamos entender.
Un día, tal vez, podría encontrarme a Odín. El viejo loco lleva, como todos los sabios, el traje de un mendigo. El mendigo típicamente santiagués huele a vino, tiene perro y discurre sobre literatura; es un mendigo que ha viajado por la cultura del mundo sin renunciar al maravilloso estigma de la oscuridad de lo más bajo, del derecho a la mirada en vórtice, al desprecio y al canibalismo. Odín llevaría un perro, también, pero no sería más que para coincidir con el tipo weberiano de mendigo; su perro sería en realidad un cuervo, y lo observaría todo, y en rápidos susurros al oído le contaría todo lo que hay que saber. Odín viviría en las Platerías, donde a veces una banda clásica toca la overtura de Titanic; se sentaría en la fuente y miraría a todos pasar, con una sonrisa sarcástica, conocedor de todos los orígenes y de todas las genealogías, consciente de que todos han intentado y fallado los acertijos que él ha logrado resolver. El encuentro con Odín se produciría conmigo en la persona de David Bowie, que, dada su indefinición, podría haber sido algún día observado en Santiago, aún después de su muerte; si teorizamos desde la disgrecación de Slothrop en Gravity's Rainbow, podríamos incluso defender que es absolutamente necesario que al menos un trozo de Bowie (que en él es todo Bowie, pues las partes son el todo) se algún día observado en Santiago en forma de un lector poco inclinado a la mística pero mucho a idolatrar a los cuervos.
Odín me enseñaría su ojo. En él yo/Bowie vería algo, no sé aún el qué, quizás lo que vio Sebastian en la mirada de Klara, y gritaría.
Toda la escena sería dibujada por Dave Gibbons, y la respiración se representaría por el constante cambio de color. El lector ideal debería ser incapaz de distinguir de qué ciudad se trata.
Entonces no ocurriría nada porque todos los momentos son finales que no se acaban, pero sería el fin inacabable de Santiago y la ciudad se convertiría en una espiral conformada por las ondas de los gritos de sus edificios, como en cierto modo es ahora.

lunes, 25 de abril de 2016

Los sinónimos

ES UN ASUNTO un poco mareante éste de ponerse a escribir las cosas como si hubieran pasado en letras y no en realidades o cabezas. O vertiginoso. Vertiginoso suena muy pedante, sin embargo; me quedo en que provoca vértigo. Mucho vértigo. Vértigo de espiral y vertigo sintáctico.
La cosa empezó un día, en un lugar. Aclaro ésto para que no se piense que estoy escribiendo algo que habría pasado fuera de los límites del espacio-tiempo; las reglas de la física y de las matemáticas no-necesariamente-euclidianas son aplicables a los hechos narrados en éste relato. Téngase en cuenta porque os aseguro que si lo pensáis luego os vais a llevar muchas sorpresas. Adelantar los acontecimientos es algo que se ha hecho muchas veces en muchas literaturas. De hecho, una de las frases más repeditas en la Jin Ping Mei es "pero no adelantemos acontecimientos" - después de adelantarlos, por supuesto. Digo ésto para que se tenga claro que no estoy rompiendo ninguna de las reglas centrales de la composición de relatos, sino más bien siguiendo ejemplos de mucha antigüedad y fama, así que pido que no se me juzgue mal por ello.
El caso es que dentro de éste lugar y tiempo, porque el espacio y el tiempo son cosas según las cuales se puede estar dentro o fuera (el relato por ejemplo está fuera, pero el acto de escribirlo no; solucionad éso, pensadores franceses), había un bar. O una cafetería. ¿Cuál es la diferencia exactamente? Bueno, éra un sitio. Se servían bebidas. Aperitivos. No había tapas porque éso sería demasiado exacto y todos pensarían, "bueh, es de España y a mí España no me interesa".  Prefiero que la cosa interese en vez de no interesar. En éso sigo a casi todos los escritores porque casi todos intentaban escribir cosas que interesaran en vez de cosas que no interesaran, aunque las formas de interesar de cada cosa pueden ser muy distintas y lo que interesa a uno puede no interesar a otros.
El caso es que dentro del bar o cafetería o sinónimos había muchas cosas de ésas que hay en bares o cafeterías o sinónimos. Sillas. Mesas. Baquetas. Barra. Barman o barwoman o camarero o camarera. Nada de tipos perdidos y misteriosos con largas gabardinas y alcohol y un gran sentido de la ironía, no os vayáis a pensar que ésto es un relato noir. No hay misterio ni policías. Otro adelanto.
Pero no adelantemos acontecimientos. Había gente por ahí, como es manía en los sinónimos. La gente se setaba o no se sentaba, y se hablaba y se adelantaba mutuamente diversos acontecimientos que aún estaban por acontecer (o que habían ya acontecido pero que en las charlas se volvían a volver acontecimientos predecidos por no ocurridos aún en la charla). Los taburetes estaban un poco rotos, pero no se piense que el bar era de mala muerte; era simplemente una cafetería barata y con sentido de la ironía, que servía alcohol y refrescos a personas notoriamente no vestidas con gabardinas. Personas normales de lo que sea que sea la normalidad personal. Personas que no serán descritas pero que son acontecimientos y adelantan acontecimientos, y que surgen de los taburetes y de las sillas como bebidas colocadas sobre posavasos. Algunos tenían un gran sentido de la ironía, otros no. Ninguno era policía porque no hay policías en éste relato, irónicamente, y además no sabemos como son los policías de ésta no-España relatada intra-espaciotemporal.
El caso, acontecimiento, que os voy a adelantar mientras os lo cuento es que se estaban sirviendo muchas cosas y la cosa no se estaba saliendo de madre pero casi, en ése no-salirse-de-madre-pero-casi que caracteriza a los mejores sinónimos. Sonidos los había, muchos humanos, algunos irritantes y altos, pero tampoco tanto, es decir, era un sitio bueno donde estar, con barman o barwoman o camarero o camarera y espacios de ausencia de gabardina situados estratégicamente en torno a diversos individuos que podríamos llamar parroquianos por darles algún nombre sin esforzarnos demasiado por buscar sinónimos pero que digamos que visitaban mucho y muy a menudo éste bar o cafetería o sinónimos que no son sinónimos de parroquiano.
Pero adelantemos acontecimientos, esta vez así. Pues bien, sale un tío del bar. El tío, parroquiano, no llamado Euclides, no camarero, sin gabardina, va y se convierte en una bebida como los demás sinónimos. El caso es que los sinónimos no reconocían a ése ingabardinado, y se armó un pequeño revuelo o caos o escandalillo en voces no tan altas como para ser molestas y sin salirse totalmente de madre porque algo de sentido de la ironía había, hombre. El caso es que la composición de la escena era así: Una de las bebidas no era esperable ni parecida, y por tanto los demás sinónimos se sentían ligeramente confusos aunque no necesariamente hostiles. El caso es que lo miraban, suavemente. Lo miraban, euclidianamente. Lo observaban, sinonímicamente.
Y entonces dejaron de mirarlo pero a todos les quedó como un poso de intranquilidad o de café intranquilo en sus cabezas porque sentían como si algo hubiera pasado al no haber pasado nada al mirar al no-sinónimo no-irónico no-euclides no-compuesto no-engabardinado, y volvieron a sus no salirse de madres pero alto y tranquilo pero con una cierta ironía un poco amarga y todo menos salido de madre aún que antes, vaya.
Éso fue todo.
Luego el tío va y se va, y los sinónimos ya no fueron más.