lunes, 10 de noviembre de 2014

¡Qué maravillas de partenón!

Shéspir se viste de gala y se sube el jubón. Shéspir, requetepeinado, sale de la habitación. Shéspir, habituado a una constante atención, problematiza la actitud de su anfitrión.
Alexander Pope, presente, intriga a la gente. Se mueve con la astucia de una ameba borracha, con la sutileza de un tiburón frenético, con la inteligencia de una máscara molieresca. La pereza es la forma y el fondo de su rostro, esculpido en oro rojizo, cejas de mastodonte y bigotes de monseñor. La pereza da forma a las poco pronunciadas arrugas, suaves curvas sobre su piel, suaves. Monseñor Pope dice todo lo que no desea decir, y a veces más.
Houellebecq del rincón bebe sin desesperación. Le falta un ojo, recuerdo de que nada se recuerda, y el otro oscila entre un lado y otro de su cara. Sus labios se curvan en finas frutas azucaradas. De vestón fruncido y nariz repeinada, su rostro es una viva imagen de una muerte que se ha hartado de su trabajo. Pero bebe.
Flaubert no esconde su erección. La muestra con orgullo de mastín encelado, de bigotes carnosos y almirabados cabellos. Sus brazos son demasiado grandes para sus ojos, y sus piernas lo saben, así que se mueven al ritmo que marca un tic tac inapelable. No piensa más que en sexo, y sus mejillas reflejan todas y cada una de sus sensaciones. Jamás se ha sentido tan muerto.
Búlgakov sigue presente sin motivo aparente. Como monóculo se mueve su traje en suaves olas de desierto africano, gigantesca espalda de rinoceronte enlutado por la muerte de su madre. Él es quien pone fin al juego, y todos se retiran ya.