martes, 17 de mayo de 2016

Santiago no es un mandala

La menos hermosa de las ciudades, la inevitable probabilidad del espacio vacío, el ambiente monolítico de la ciudad sin ghettos, la inevitable ubicuidad del turista occidental, Santiago es como un trozo de carne lleno de moho del que ya nisiquiera surgen moscas.
Mi vida diaria se ve gobernada por las leyes de la estadística. Si descontamos las horas dedicadas al sueño, existe un 48,53% de probabilidades de que esté en mi piso, anacrónicas puertas modernas en un barrio de remembranzas sessenteras, espacio accesible a los inmigrantes pero aún gobernado por una mezcla de white trash y de ésa gentrificación de la que soy síntoma. Mi calle es como un paraguas en una mesa de operaciones; viejas tabernas sin nisiquiera un cartel con el que Gutenberguizarlas, el inevitable kebab, una misteriosa tienda de suministros para laboratorios (que quizás proporcione el material necesario para que un archimago enloquecido destruya la ciudad entera, como en el cuento de Dunsany). Tiene una fealdad que la hace ligeramente entrañable; si sólo hubiera un poco de silencio, podría usarse para celebrar una misa (no tenemos, por desgracia, motivo para necesitar un muezzin; tras vivir en Barcelona no puedo evitar preguntarme, ¿cómo puede sostenerse una calle sin la vitalidad de una amplia población inmigrante? Es una cuestión complicada, pero propondría la hipótesis de que, como todas las calles de Santiago, mi calle no es una calle; es geometría excesivamente euclidiana llevada al éxtasis mediocre de la arquitectura urbana, no-hormiguero unido únicamente por la línea del mapa urbano, y cada puerta debería llevar a un espacio radicalmente distinto que, no observado aún, jamás podría averiguar cuál es; y perderse por la calle debería ser perderse por cualquier calle, entrar en Xoana Nogueira y salir en la Times Square, largos paseos por Alfredo Brañas-Bangkok, respiración entrecortada de una ciudad que a fuerza de individualizarse se ha hecho genérica).
El resto de probabilidades se extienden por el resto de la ciudad, si ésto es una ciudad. Hay un caótico conjunto de líneas que lleva de mi residencia a mi facultad; son unos 50 minutos de paseo que repito diariamente, divididos en pequeños conjuntos de 5 páginas cada uno (el total es de 35 páginas leídas en todo el trayecto, con tres conjuntos alfa que contienen siete conjuntos beta; uno de los conjuntos alfa, el primero si contamos desde mi residencia, contiene tres conjuntos beta – lo demás es restar). A veces la gente me para y me dice que es extraño ver a alguien leyendo por la calle; por cómo me miran me parece que suelen esperar que les diga algo peculiar, que les revele algún secreto o que al menos les dé alguna pista, como si me hubiera convertido en un signo de aquello que no es pero cuya existencia pasa a formar parte de la Weltanschauung (como señalaba White Noise en Don DeLillo, sobre ésas monjitas crédulas que el hitleriano protagonista desea con todas sus fuerzas creer que existen). Santiago no es un mandala, y disfruto decepcionándoles; los pies se mueven igual aunque uno no mire a su alrededor.
En Dead Dead Demon's Dededededestruction, el extraño mangaka Inio Asano (autor de la devastadora Oyasumi Punpun) se imagina el tradicional escenario de una invasión alienígena en otra de ésas ciudades que son todas las ciudades, Tokio. El giro puramente asaniano consiste en que la invasión no cambia nada; los alienígenas son torpes, fácilmente derrotables, se limitan a estar constantemente ahí y a amenazar la vida de los personajes de forma cada vez menos convincente. En una de las imágenes más sorprendentes se señala que, en un día normal, muere más gente por accidentes de tráfico que en la lucha contra los alienígenas. Los protagonistas sienten constantemente la frustración de tener que continuar con una insoportable vida cotidiana en un escenario que debería significar la ruptura de todo lo que odiamos; la misantropía de una de las protagonistas la lleva a fantasear con una dictadura infinitamente más brutal que todas las del siglo XX, una que destruiría hasta el último vestigio y recuerdo de la especie humana. El hecho de que en el centro de Santiago esté la catedral, supuesto centro religioso, haría esperar una ruptura al menos ocasional, pequeñas entradas de lo sagrado, de ése aroma de incienso que enloquece nuestras glándulas y que obliga a destruír todo lo que no sea hondura (hondura nunca presente, por supuesto). Las fantasías de descotidianización son habituales; la catedral, de por sí hermosa, es afeada por todo lo que la rodea, desde la gente hasta la luz del sol – la catedral debería existir en un oscuro vórtice atemporal, un espacio de viento y hojas, chillidos de cuervos y agujeros en el cielo, ésas sanguijuelas de las que Kyoka fantaseaba que un día ocuparían el mundo entero. La catedral debería abrir un agujero por el que entraría una especie de pájaro que nunca podríamos entender.
Un día, tal vez, podría encontrarme a Odín. El viejo loco lleva, como todos los sabios, el traje de un mendigo. El mendigo típicamente santiagués huele a vino, tiene perro y discurre sobre literatura; es un mendigo que ha viajado por la cultura del mundo sin renunciar al maravilloso estigma de la oscuridad de lo más bajo, del derecho a la mirada en vórtice, al desprecio y al canibalismo. Odín llevaría un perro, también, pero no sería más que para coincidir con el tipo weberiano de mendigo; su perro sería en realidad un cuervo, y lo observaría todo, y en rápidos susurros al oído le contaría todo lo que hay que saber. Odín viviría en las Platerías, donde a veces una banda clásica toca la overtura de Titanic; se sentaría en la fuente y miraría a todos pasar, con una sonrisa sarcástica, conocedor de todos los orígenes y de todas las genealogías, consciente de que todos han intentado y fallado los acertijos que él ha logrado resolver. El encuentro con Odín se produciría conmigo en la persona de David Bowie, que, dada su indefinición, podría haber sido algún día observado en Santiago, aún después de su muerte; si teorizamos desde la disgrecación de Slothrop en Gravity's Rainbow, podríamos incluso defender que es absolutamente necesario que al menos un trozo de Bowie (que en él es todo Bowie, pues las partes son el todo) se algún día observado en Santiago en forma de un lector poco inclinado a la mística pero mucho a idolatrar a los cuervos.
Odín me enseñaría su ojo. En él yo/Bowie vería algo, no sé aún el qué, quizás lo que vio Sebastian en la mirada de Klara, y gritaría.
Toda la escena sería dibujada por Dave Gibbons, y la respiración se representaría por el constante cambio de color. El lector ideal debería ser incapaz de distinguir de qué ciudad se trata.
Entonces no ocurriría nada porque todos los momentos son finales que no se acaban, pero sería el fin inacabable de Santiago y la ciudad se convertiría en una espiral conformada por las ondas de los gritos de sus edificios, como en cierto modo es ahora.