"Y su ex-mujer está loca. Y yo no
estoy loca. Y él no está loco. ¿Entiendes? Hay una especie de
dialéctica loco-no loco. Ella es la parte perjudicial, nosotros la
perjudicada. ¿Entiendes? Su ex-mujer está loca."
Laia hablaba y hablaba, prestando poca
atención a sus palabras, que de todas formas se perdían entre las
paredes que formaban las hordas de turistas que a esas alturas del
año invadían Barcelona.
Laia sólo se había permitido bajar la
guardia porque sabía que sus palabras no eran más que piedras
arrojadas a la cima de un vertedero. Su amiga la escuchaba, pero no
la escuchaba; sus ojos estaban fijos en ella, pero se perdían, se
dilataban, llegando a dimensiones extrañas y desconocidas, llegando
al espacio en que los pies se vuelven yogur griego y las manos se
convierten en sables de pirata victoriano. Y a sus ojos la seguían
sus oídos, obedientes, disciplinados, casi militares, alertas al
toque de trompeta de un millar de ejércitos fantasma, perdidos en
las sucias zapaterías cubanas, en las relucientes tiendas
americanas, en los amables locutorios paquistaníes. Su cara era una
máscara que nadie portaba, y se paralizaba.
Laia lo notaba, y por eso bajaba la
guardia. Laia siempre mantenía la guardia alta cuando hablaba con
alguien cuyos oídos se mantenían en las primeras dimensiones, pero
la bajaba lentamente cuando sus palabras se convertían en hojas de
otoño acumuladas sobre un parque americano. Laia observaba a su
alrededor, viéndolo todo sin ver realmente nada. En cierto modo,
Laia se reía. Laia disfrutaba. Laia también disfrutaba cuando tenía
la guardia alta, pero Laia disfrutaba cuando tenía la guardia baja.
Laia no sabría decir cuando disfrutaba más. De todas formas, a
veces le parecía que tener la guardia baja era en realidad tener la
guardia alta. No era fácil escoger esas palabras más o menos
incoherentes, forzadas a rebotar contra cien espejos egipcios
apuntados hacia Laia. Sí, era más difícil tener la guardia baja
que tenerla alta. Pero Laia disfrutaba igualmente. Laia disfrutaba.
Laia siempre había notado que había
algo extraño en su nombre. Algo antiguo, primordial, alguna especie
de fuerza oscura escondida en la fonética de su escaso bisílabo.
Algo extraño, algo oscuro y viscoso, pegado a las paredes de sus
vocales como el musgo milenario de un pinar canadiense. Algo informe,
algo deseoso, algo inmóvil, rojizo, purpúreo, ilimitado, enorme,
más enorme, siempre más enorme. Algo gigantesco que la aplastaba y
la arrastraba como el río arrastra al huracán. Como una apisonadora
lovecraftiana, había decidido, riéndose de sí misma. No es que
Laia confiara en la ironía, pero su desconfianza hacia la ironía le
permitía acceder a un extraño nivel de meta-ironía.
Laia era una persona normal. Tenía un
trabajo normal, relaciones normales, comidas normales, palabras
normales. A veces se sentía bien, a veces mal. Ahora mismo mal,
porque la ex-mujer de su novio estaba loca. Que la ex-mujer de su
novio estuviera loca hacía que Laia se sintiera mal. Pero estaba
bien. Su novio era bueno, y hacía disfrutar a Laia. Laia sonreía
cuando estaba con su novio. Laía sonreía y sentía como si una
calefacción se activara en su estómago. Laia sonreía y no había
rastros de lágrimas en sus ojos. Laia sonreía y sonreía y sonreía
y sonreía y sonreía y sonreía y no paraba de sonreír hasta que
las comisuras de los labios le dolían pero debía seguir sonriendo y
quería seguir sonriendo y sentía que su sonrisa era sincera y de
hecho su sonrisa era sincera porque estaba bien con él y nada le
dolía, nada le dolía, nada, nada, nada, excepto que la ex-mujer de
su novio estuviera loca, eso le dolía, pero nada más, nada, nada, y
su sonrisa brillaba con la fuerza de cien soles introducidos en un
caleidoscopio.
Laia sentía a veces cierta distancia
con las cosas, pero no era una distancia real. Laia no se entendía
muy bien. Laia estaba confusa consigo misma, así que decidió,
arbitrariamente, inventarse que había dos Laias. Una era la Laia
diaria, normal, emocional, sentimental, la que sonreía y lloraba y
gemía de placer y de dolor y de ira y de amor. Otra era la Laia
interior, extraña, oculta, distanciada, de ojos azul oscuro que
observaban todo desde una oscuridad fetal y simplemente se mantenía
presente. Sólo presente. Nada más.
Había otra Laia, por supuesto, pero
Laia no quería pensar en esa Laia. Era la Laia extraña, la Laia de
inframundo, la Laia que estaba ya implícita en su nombre. Una
maldición pesaba sobre su nombre, y lo sabía, y lo aceptaba, y lo
sonreía. Pensándolo bien, no tenía nada de raro. Pensándolo bien,
todos los nombres están malditos. Pensándolo bien, todas esas
duplicidades eran falsas y en realidad ella existía o no existía y
era una acumulación de copias y simulacros de sí misma. Pensándolo
bien, toda máscara es una cara. Pensándolo bien, no hay nada en qué
pensar. Sonríe, Laia, sonríe. Que tu sonrisa explote en los ojos de
los que te rodean. Que tu sonrisa ilumine la oscuridad de los nombres
ajenos. Sonríe, Laia, sonríe. Quieres sonreír, te gusta sonreír,
y estás feliz. Eres feliz, Laia. Es cierto. Eres feliz. No hay nada
que pueda negarlo. Y tu insistencia en decírtelo tampoco. ¡Sonríe,
Laia, sonríe! ¡Sonríe! ¡Sonríe! ¡Nisiquiera necesitas
ordenártelo, Laia! La sonrisa te viene automáticamente, y la risa,
y el llanto, y todo lo adecuado a las circunstancias, ¡y sientes,
Laia, y te mueves, y tus expresiones faciales son cambiantes y
complejas, Laia, y no hay más Laias que tú misma, seas quién seas,
seas lo que seas, y no hay más Laia que aquella que está sonriendo
feliz a su novio desde el desvencijado columpio de un parque
infantil, Laia! ¡Laia, Laia, grita tu nombre, Laia, grítalo para
que todos lo oigan! ¡Yo soy Laia, grita, yo soy Laia, grito, y mi
nombre está maldito, y yo estoy maldita, y nada de todo lo dicho es
verdad! ¡Que los millones de soles de mi sonrisa derritan todos los
helados del universo! ¡Yo soy Laia!
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