jueves, 6 de junio de 2013

Laia

"Y su ex-mujer está loca. Y yo no estoy loca. Y él no está loco. ¿Entiendes? Hay una especie de dialéctica loco-no loco. Ella es la parte perjudicial, nosotros la perjudicada. ¿Entiendes? Su ex-mujer está loca."
Laia hablaba y hablaba, prestando poca atención a sus palabras, que de todas formas se perdían entre las paredes que formaban las hordas de turistas que a esas alturas del año invadían Barcelona.
Laia sólo se había permitido bajar la guardia porque sabía que sus palabras no eran más que piedras arrojadas a la cima de un vertedero. Su amiga la escuchaba, pero no la escuchaba; sus ojos estaban fijos en ella, pero se perdían, se dilataban, llegando a dimensiones extrañas y desconocidas, llegando al espacio en que los pies se vuelven yogur griego y las manos se convierten en sables de pirata victoriano. Y a sus ojos la seguían sus oídos, obedientes, disciplinados, casi militares, alertas al toque de trompeta de un millar de ejércitos fantasma, perdidos en las sucias zapaterías cubanas, en las relucientes tiendas americanas, en los amables locutorios paquistaníes. Su cara era una máscara que nadie portaba, y se paralizaba.
Laia lo notaba, y por eso bajaba la guardia. Laia siempre mantenía la guardia alta cuando hablaba con alguien cuyos oídos se mantenían en las primeras dimensiones, pero la bajaba lentamente cuando sus palabras se convertían en hojas de otoño acumuladas sobre un parque americano. Laia observaba a su alrededor, viéndolo todo sin ver realmente nada. En cierto modo, Laia se reía. Laia disfrutaba. Laia también disfrutaba cuando tenía la guardia alta, pero Laia disfrutaba cuando tenía la guardia baja. Laia no sabría decir cuando disfrutaba más. De todas formas, a veces le parecía que tener la guardia baja era en realidad tener la guardia alta. No era fácil escoger esas palabras más o menos incoherentes, forzadas a rebotar contra cien espejos egipcios apuntados hacia Laia. Sí, era más difícil tener la guardia baja que tenerla alta. Pero Laia disfrutaba igualmente. Laia disfrutaba.

Laia siempre había notado que había algo extraño en su nombre. Algo antiguo, primordial, alguna especie de fuerza oscura escondida en la fonética de su escaso bisílabo. Algo extraño, algo oscuro y viscoso, pegado a las paredes de sus vocales como el musgo milenario de un pinar canadiense. Algo informe, algo deseoso, algo inmóvil, rojizo, purpúreo, ilimitado, enorme, más enorme, siempre más enorme. Algo gigantesco que la aplastaba y la arrastraba como el río arrastra al huracán. Como una apisonadora lovecraftiana, había decidido, riéndose de sí misma. No es que Laia confiara en la ironía, pero su desconfianza hacia la ironía le permitía acceder a un extraño nivel de meta-ironía.

Laia era una persona normal. Tenía un trabajo normal, relaciones normales, comidas normales, palabras normales. A veces se sentía bien, a veces mal. Ahora mismo mal, porque la ex-mujer de su novio estaba loca. Que la ex-mujer de su novio estuviera loca hacía que Laia se sintiera mal. Pero estaba bien. Su novio era bueno, y hacía disfrutar a Laia. Laia sonreía cuando estaba con su novio. Laía sonreía y sentía como si una calefacción se activara en su estómago. Laia sonreía y no había rastros de lágrimas en sus ojos. Laia sonreía y sonreía y sonreía y sonreía y sonreía y sonreía y no paraba de sonreír hasta que las comisuras de los labios le dolían pero debía seguir sonriendo y quería seguir sonriendo y sentía que su sonrisa era sincera y de hecho su sonrisa era sincera porque estaba bien con él y nada le dolía, nada le dolía, nada, nada, nada, excepto que la ex-mujer de su novio estuviera loca, eso le dolía, pero nada más, nada, nada, y su sonrisa brillaba con la fuerza de cien soles introducidos en un caleidoscopio.

Laia sentía a veces cierta distancia con las cosas, pero no era una distancia real. Laia no se entendía muy bien. Laia estaba confusa consigo misma, así que decidió, arbitrariamente, inventarse que había dos Laias. Una era la Laia diaria, normal, emocional, sentimental, la que sonreía y lloraba y gemía de placer y de dolor y de ira y de amor. Otra era la Laia interior, extraña, oculta, distanciada, de ojos azul oscuro que observaban todo desde una oscuridad fetal y simplemente se mantenía presente. Sólo presente. Nada más.
Había otra Laia, por supuesto, pero Laia no quería pensar en esa Laia. Era la Laia extraña, la Laia de inframundo, la Laia que estaba ya implícita en su nombre. Una maldición pesaba sobre su nombre, y lo sabía, y lo aceptaba, y lo sonreía. Pensándolo bien, no tenía nada de raro. Pensándolo bien, todos los nombres están malditos. Pensándolo bien, todas esas duplicidades eran falsas y en realidad ella existía o no existía y era una acumulación de copias y simulacros de sí misma. Pensándolo bien, toda máscara es una cara. Pensándolo bien, no hay nada en qué pensar. Sonríe, Laia, sonríe. Que tu sonrisa explote en los ojos de los que te rodean. Que tu sonrisa ilumine la oscuridad de los nombres ajenos. Sonríe, Laia, sonríe. Quieres sonreír, te gusta sonreír, y estás feliz. Eres feliz, Laia. Es cierto. Eres feliz. No hay nada que pueda negarlo. Y tu insistencia en decírtelo tampoco. ¡Sonríe, Laia, sonríe! ¡Sonríe! ¡Sonríe! ¡Nisiquiera necesitas ordenártelo, Laia! La sonrisa te viene automáticamente, y la risa, y el llanto, y todo lo adecuado a las circunstancias, ¡y sientes, Laia, y te mueves, y tus expresiones faciales son cambiantes y complejas, Laia, y no hay más Laias que tú misma, seas quién seas, seas lo que seas, y no hay más Laia que aquella que está sonriendo feliz a su novio desde el desvencijado columpio de un parque infantil, Laia! ¡Laia, Laia, grita tu nombre, Laia, grítalo para que todos lo oigan! ¡Yo soy Laia, grita, yo soy Laia, grito, y mi nombre está maldito, y yo estoy maldita, y nada de todo lo dicho es verdad! ¡Que los millones de soles de mi sonrisa derritan todos los helados del universo! ¡Yo soy Laia!

No hay comentarios:

Publicar un comentario