Ya has agotado todas tus posibilidades.
Si ahora te movieras, nada
más se movería. Y si nada más se mueve, no te moverías. El movimiento
inmóvil es delicioso, es trágico, es elevado, es metafísico, es
dinámico, es cinético, es religioso, es ritual, es romántico, pero ahora
lo que necesitas es utilidad. Y en el movimiento inmóvil no hay
utilidad.
Pero sabías en qué te estabas metiendo. Lo que estás
sufriendo no es más que el destino de todo emperador. Tu propia
decadencia vuelta hacia ti. Tu propia soledad vuelta hacia ti. Tu propia
muerte vuelta hacia ti. Has vivido durante años entre cúpulas, entre
estatuas, entre sombras, entre luces, entre ahorcados, has vivido
durante años como un resucitado, como un redivivo, como un mesías. Has
vivido entre el calor y el protector solar, entre la fiebre y la
hipotermia, entre el cielo y la tierra, entre lo elevado y lo profundo,
entre la apariencia y la realidad; durante años, has sido decadencia.
Puro espejo de decadencia vuelto hacia todo, incluido tú. Tu trabajo ha
sido oxidar. Tu trabajo ha sido derrotar. Tu trabajo ha sido derribar.
Tu trabajo ha sido derruir, destrozar, eliminar, acabar, deteriorar.
Esta ha sido tu vida.
Y, finalmente, has caído en tus propias garras.
Porque un buen emperador no puede quedarse sin destruirse a sí mismo,
piensas. Porque un buen emperador debe oxidarlo todo y no dejar nada en
pie, piensas. Porque un buen emperador no puede escapar de sus propias
trampas, piensas.
Eres como Nerón. Eres como Calígula. Eres como
Giles de Rais. Eres destrucción. Eres ácido. Eres apocalipsis. Eres el
fin del Edén. Eres la destrucción de la tierra prometida. Eres un
abismo. Eres la fiebre. Eres el calor.
Eres la iconoclastia. Eres la
destrucción de ídolos. Eres el escepticismo. Eres el óxido. Eres el
deterioro. Tu vida ha sido una trampa. Tu vida ha sido una eliminación.
Tu vida ha sido una decadencia. Tu vida ha sido una fila de ahorcados.
Tu vida ha sido una manada de buitres. Tu vida ha sido el óxido que se
va posando en tus estatuas.
Tu vida ha sido el grito de triunfo de la muerte.
Y,
sin nada nuevo que hacer, sin nada que destruir, sin nada que
deteriorar, sin nada que oxidar, sin nada que eliminar, sin nada que
atrapar, sin nada que arañar, sin nada que desgarrar, sin nada que
ahorcar, recuerdas.
Recuerda.
Como todos los días de tu vida, es un día de verano.
Como todos los días de verano, el calor es absurdo. Ilógico. Exagerado. Insoportable.
Como todos los días de calor, tienes fiebre y quieres chillar de felicidad.
Como
todos los días de fiebre, todo está en movimiento y todo huele a sudor y
todo gira y todo avanza y todo retrocede y las calles huelen a vómito y
los salones huelen a sudor y las camas huelen a semen y los baños
huelen a enfermedad y las cloacas huelen a peste.
Estás sentado
en tu trono, leyendo Normance. Hay algo en Céline que te da hambre. Hay
algo en Céline que te da sed. Hay algo en Céline que te hace sudar. Hay
algo en Céline que te hace desear comerte a tus guardias y que la
indigestión dure meses.
Hay algo en Céline que te hace enamorarte del ahorcado.
Las
cinco víctimas están desnudas. A veces levantas la mirada y las miras.
Un niño, una niña, un hombre y dos mujeres. Todos desnudos. El hombre
pateó y se llenó de su propia saliva. La niña chilló y escupió trozos de
su lengua. La primera mujer intentó escapar y ya no tenía piernas. La
segunda había estado rezando a gritos hasta que sus palabras se
convirtieron en chillidos.
El niño había sido lo más delicioso. Oh,
el niño. Se te humedecen los ojos de emoción. El niño. La mirada que te
echó mientras mandabas ahorcarle. Su cara de confianza. Su cara de
inocencia. Sus ojos grandes y saltones. Su aire de personaje de Disney.
Su sonrisa cuando le acariciaste la barbilla. Tan asustado. Tan
inocente. Tan incrédulo. Por eso te encantaba matar niños. De vez en
cuando, llegaba alguno cuya expresión de inocencia lograba provocar que
te sintieras muerto. Algo que te hacía escapar del calor y entrar al
frío. Algo que te hacía escapar del vértigo y llegar a la caída. Una
expresión
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