sábado, 25 de mayo de 2013

Viaje a la apoteosis de la noche (1)

Saco la jeringuilla de un baúl. Fascinado, me acerco la punta al ojo; emite un brillo extraño bajo la luz verdosa. La giro a izquierda y a derecha. El brillo aparece y desaparece, y observo que si la muevo muy rápido puedo lograr separar el brillo de la punta y observarlo por sí solo. Sonrío, y el espejo me enseña los dientes.

Camino bajo un cielo purpúreo. Mis pisadas reverberan en los edificios de la calle, componiendo sonidos que hacen pensar en oscuras películas de cine negro. Yo soy el asesino, y sólo por ello llevo gabardina; mis manos, tensas, asustadas, no se mueven de los bolsillos de mi arquetípica prenda. Giro mi cabeza nerviosamente a un lado y a otro, temeroso, aterrorizado ante la posibilidad de que no pase nada (estoy dando vueltas y vueltas y vueltas pero son tan rápidas que es como si no me moviera). Mis ojos de papel maché, coloreados con los plastidecor de un niño de tres años, no captan ni los detalles más básicos de la calle que me rodea. Mis ojos de papel maché se quedan fijos en sí mismos y se tiñen de púrpura (mis ojos conectan con mis oídos mis oídos con mis manos mis manos con mi pene mi pene con mi boca). Mi púrpura y el púrpura del cielo se dan la mano, fascinados por la majestuosidad del otro (Soy una estrella en la eterna noche de Van Gogh). I may be paranoid, but not an android; this is a tale told by an idiot, full of sound and fury, yet I shame to wear a heart so white (¡Desgajado! ¡El inglés es el otro entrando y ensuciándote! ¡Ven a mí, constante calor del universo! ¡Ven e instálame en la eterna noche de los tiempos!).

Rembrandt no sabía nada, piensas al besar el David.

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