La mirada del saxofonista se pierde. La
situación le resulta incomprensible, pues el saxofón no está ahí.
"Yo aquí, saxofón ahí", se
repite, confuso, mirando el saxofón, pero el saxofón no está ahí.
El saxofón está allí, y nisiquiera allí.
Nervioso, deja caer el saxofón. Sonido
hueco que reverbera, confundiendo los colores y trasladando el
amarillo de la lámpara al rojo del techo y el rojo del techo al
marrón de la puerta.
El saxofón empieza a adquirir un color
propio.
El saxofonista se lleva las manos a los
oídos, o los oídos a las manos, y escucha su propio acto de no
escuchar, pero el sonido sale de sus oídos y sus manos no tienen más
remedio que recibirlo y se lo lleva a la boca e intenta devorarlo
para no volver a verlo oyéndose u oyéndole u oyéndose a sí mismo
se confunde porque el saxofón sigue
ahí, tirado, erecto, gigantesco, pero no crece, amenazante, pero no
amenaza, ruidoso, pero no suena, y parece que sus ojos ya son sólo
saxofón y que el saxofón- el saxofón sigue ahí, siendo saxofón,
totalmente idéntico a lo totalmente idéntico y sus contornos se
separan y el color de la habitación sigue moviéndose y mezclándose
y desplazándose pero el saxofón sigue ahí
querría ser sólo mandíbula para que
mis dientes devoraran tu puto e insistente color amarillo
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