La menos hermosa de las
ciudades, la inevitable probabilidad del espacio vacío, el ambiente
monolítico de la ciudad sin ghettos, la inevitable ubicuidad del
turista occidental, Santiago es como un trozo de carne lleno de moho
del que ya nisiquiera surgen moscas.
Mi vida diaria se ve
gobernada por las leyes de la estadística. Si descontamos las horas
dedicadas al sueño, existe un 48,53% de probabilidades de que esté
en mi piso, anacrónicas puertas modernas en un barrio de
remembranzas sessenteras, espacio accesible a los inmigrantes pero
aún gobernado por una mezcla de white trash y
de ésa gentrificación de la que soy síntoma. Mi calle es como un
paraguas en una mesa de operaciones; viejas tabernas sin nisiquiera
un cartel con el que Gutenberguizarlas, el inevitable kebab, una
misteriosa tienda de suministros para laboratorios (que quizás
proporcione el material necesario para que un archimago enloquecido
destruya la ciudad entera, como en el cuento de Dunsany). Tiene una
fealdad que la hace ligeramente entrañable; si sólo hubiera un poco
de silencio, podría usarse para celebrar una misa (no tenemos, por
desgracia, motivo para necesitar un muezzin; tras vivir en Barcelona
no puedo evitar preguntarme, ¿cómo puede sostenerse una calle sin
la vitalidad de una amplia población inmigrante? Es una cuestión
complicada, pero propondría la hipótesis de que, como todas las
calles de Santiago, mi calle no es una calle; es geometría
excesivamente euclidiana llevada al éxtasis mediocre de la
arquitectura urbana, no-hormiguero unido únicamente por la línea
del mapa urbano, y cada puerta debería llevar a un espacio
radicalmente distinto que, no observado aún, jamás podría
averiguar cuál es; y perderse por la calle debería ser perderse por
cualquier calle, entrar en Xoana Nogueira y salir en la Times Square,
largos paseos por Alfredo Brañas-Bangkok, respiración entrecortada
de una ciudad que a fuerza de individualizarse se ha hecho genérica).
El
resto de probabilidades se extienden por el resto de la ciudad, si
ésto es una ciudad. Hay un caótico conjunto de líneas que lleva de
mi residencia a mi facultad; son unos 50 minutos de paseo que repito
diariamente, divididos en pequeños conjuntos de 5 páginas cada uno
(el total es de 35 páginas leídas en todo el trayecto, con tres
conjuntos alfa que contienen siete conjuntos beta; uno de los
conjuntos alfa, el primero si contamos desde mi residencia, contiene
tres conjuntos beta – lo demás es restar). A veces la gente me
para y me dice que es extraño ver a alguien leyendo por la calle;
por cómo me miran me parece que suelen esperar que les diga algo
peculiar, que les revele algún secreto o que al menos les dé alguna
pista, como si me hubiera convertido en un signo de aquello que no es
pero cuya existencia pasa a formar parte de la Weltanschauung (como
señalaba White Noise en
Don DeLillo, sobre ésas monjitas crédulas que el hitleriano
protagonista desea con todas sus fuerzas creer que existen). Santiago
no es un mandala, y disfruto decepcionándoles; los pies se mueven
igual aunque uno no mire a su alrededor.
En
Dead
Dead Demon's Dededededestruction,
el extraño mangaka Inio Asano (autor de la devastadora Oyasumi
Punpun) se imagina el
tradicional escenario de una invasión alienígena en otra de ésas
ciudades que son todas las ciudades, Tokio. El giro puramente
asaniano consiste en que la invasión no cambia nada; los alienígenas
son torpes, fácilmente derrotables, se limitan a estar
constantemente ahí y a amenazar la vida de los personajes de forma
cada vez menos convincente. En una de las imágenes más
sorprendentes se señala que, en un día normal, muere más gente por
accidentes de tráfico que en la lucha contra los alienígenas. Los
protagonistas sienten constantemente la frustración de tener que
continuar con una insoportable vida cotidiana en un escenario que
debería significar la ruptura de todo lo que odiamos; la misantropía
de una de las protagonistas la lleva a fantasear con una dictadura
infinitamente más brutal que todas las del siglo XX, una que
destruiría hasta el último vestigio y recuerdo de la especie
humana. El hecho de que en el centro de Santiago esté la catedral,
supuesto centro religioso, haría esperar una ruptura al menos
ocasional, pequeñas entradas de lo sagrado, de ése aroma de
incienso que enloquece nuestras glándulas y que obliga a destruír
todo lo que no sea hondura (hondura nunca presente, por supuesto).
Las fantasías de descotidianización son habituales; la catedral, de
por sí hermosa, es afeada por todo lo que la rodea, desde la gente
hasta la luz del sol – la catedral debería existir en un oscuro
vórtice atemporal, un espacio de viento y hojas, chillidos de
cuervos y agujeros en el cielo, ésas sanguijuelas de las que Kyoka
fantaseaba que un día ocuparían el mundo entero. La catedral
debería abrir un agujero por el que entraría una especie de pájaro
que nunca podríamos entender.
Un
día, tal vez, podría encontrarme a Odín. El viejo loco lleva, como
todos los sabios, el traje de un mendigo. El mendigo típicamente
santiagués huele a vino, tiene perro y discurre sobre literatura; es
un mendigo que ha viajado por la cultura del mundo sin renunciar al
maravilloso estigma de la oscuridad de lo más bajo, del derecho a la
mirada en vórtice, al desprecio y al canibalismo. Odín llevaría un
perro, también, pero no sería más que para coincidir con el tipo
weberiano de mendigo; su perro sería en realidad un cuervo, y lo
observaría todo, y en rápidos susurros al oído le contaría todo
lo que hay que saber. Odín viviría en las Platerías, donde a veces
una banda clásica toca la overtura de Titanic; se sentaría en la
fuente y miraría a todos pasar, con una sonrisa sarcástica,
conocedor de todos los orígenes y de todas las genealogías,
consciente de que todos han intentado y fallado los acertijos que él
ha logrado resolver. El encuentro con Odín se produciría conmigo en
la persona de David Bowie, que, dada su indefinición, podría haber
sido algún día observado en Santiago, aún después de su muerte;
si teorizamos desde la disgrecación de Slothrop en Gravity's
Rainbow, podríamos incluso
defender que es absolutamente necesario que al menos un trozo de
Bowie (que en él es todo Bowie, pues las partes son el todo) se
algún día observado en Santiago en forma de un lector poco
inclinado a la mística pero mucho a idolatrar a los cuervos.
Odín
me enseñaría su ojo. En él yo/Bowie vería algo, no sé aún el
qué, quizás lo que vio Sebastian en la mirada de Klara, y gritaría.
Toda
la escena sería dibujada por Dave Gibbons, y la respiración se
representaría por el constante cambio de color. El lector ideal
debería ser incapaz de distinguir de qué ciudad se trata.
Entonces
no ocurriría nada porque todos los momentos son finales que no se
acaban, pero sería el fin inacabable de Santiago y la ciudad se
convertiría en una espiral conformada por las ondas de los gritos de
sus edificios, como en cierto modo es ahora.
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